Hablamos de los comienzos de año como si tuviéramos la oportunidad de volver a empezar cuando realmente lo que tenemos es la ocasión de continuar escribiendo nuestra historia. Y no es poco.
Una historia donde un día bien podría ser una página, un mes un nuevo capítulo y cada año un libro inédito de nuestra colección.
Tenemos la costumbre de querer ordenarlo todo y de medir el paso del tiempo hasta consumirlo. Nos olvidamos de pararnos a escuchar el ruido del minutero. Nos dejamos llevar por la obsesión de seguir respirando sin ser conscientes del ritmo que llevamos ni apreciar de dónde nos llega el aire.
Nos seduce la idea de volver a empezar. Creemos engañar al reloj para poder tapar con un nuevo año las veces que nos equivocamos, que se nos olvidó ser conscientes o que pudimos decir las cosas de otro modo y no conseguimos llevar a cabo nuestros “despropósitos de año nuevo”.
¿Y no se trata de comienzos sino más bien de continuar?
Quizás hacer un parón en forma de años nos sirve para hacer más leve el paso del tiempo. Es como si hiciéramos una parada estratégica durante una carrera de fondo y pudiéramos saludar al público, sonreír, estirar un poco, coger aliento y seguir corriendo.
Crecemos aprendiendo a leernos entre líneas a nosotros mismos sin cuidarnos de entender lo que decimos en cada uno de nuestros párrafos. Ignoramos la intención que ponemos al conjugar las palabras. Y seguimos escribiendo. Sin más.
Hay que hacer el stop para percibir el tacto del papel, sentir cómo se desliza la tinta del boli al trazar cada letra o poder apreciar cómo se hunden y resuenan las teclas en el teclado. Quizás antes de comenzar hay que revisar si alguna frase la dejamos a medias o cuánto merece la pena alargar los capítulos inconclusos.
Acabamos los años como se inician los cuentos, con un marcado “Había una vez…” porque es lo que nos ofrece el avance del tiempo: un pretérito imperfecto de lo que pudo y fue o no conseguimos que fuera. A veces, simplemente no lo vimos o lo dejamos pasar de largo.